viernes, 28 de junio de 2013

Pequeña-Gran historia de mis motos.




Ya conté una vez cómo comencé a montar en moto: /montesa-brio-82-1959,  en una Montesa Brío 82 de 1959 pero lógicamente no la conducía yo, me dejaba llevar por el mejor padre del mundo. Paseos con nuestra perrita Bruja, sobre todo por el campo para ver las tierras o caminar para disfrutar del monte y “ver caza” como mi padre decía.

El año que cumplía 18 años mi padre me dejó montar en la moto, aún sin tener el carnet de conducir, y me dedicaba a dar alguna vuelta que otra por el pueblo pero poca cosa.


Antes siempre había usado el Vespino NL de mis hermanas, el pobre que con sus pegatinas de Snoopy –cosas de los 80- aguantó más de lo que era de justicia pedirle y nunca se quejó. Pasó a las manos de mi padre, porque ya la Montesa daba guerra constantemente y necesitaba cuidados de moto clásica, y el pobre Vespino tuvo que reemplazar las tareas de la Brío 82, por caminos agrícolas y llenándose de polvo día sí y día también.


Ese año, mi padre prácticamente dejó de usar la Montesa, el arrancar a palanca era un suplicio para él y decidió dejársela a Tomás, del que ya hablé también aquí, un amigo de la familia que restaura motos en el pueblo. Mi padre buscaba algo más pequeño y sencillo que no fuera el Vespino, que se quedaba corto para muchas cosas y era de mis hermanas y para poder montar por el pueblo, ir a las tierras por si había que hacer alguna labor agrícola, etc. La elegida es una moto española, sencillita y asequible, la Derbi Country de 1992.

 Un modelo básico de la –desaparecida prácticamente- marca de Martorelles que cuenta con todo lo que mi padre necesita. Le instalamos un transportín detrás y a tirar millas. Por supuesto, mi padre la utilizaba para pasear por caminos agrícolas a ritmo tranquilo, pero cuando me la dejaba a mí, era para “hacer el bestia”, la metía por trialeras, roderas y senderos de cabras, más o menos por dónde metía la bici de montaña- Claro, ahí la pobre mostraba sus limitaciones; frenos de tambor que se calentaban rápidamente y no frenaban como debieran, suspensiones que hacían tope al mínimo salto, etc. Pero me sirvió para tener más libertad y darme vueltas por el campo sin apenas problema.


En el año 1991 me había sacado el carnet de conducir pero no tenía muchas prisas en tener moto, no la necesitaba y con el coche de mi hermana y la Derbi de mi padre me manejaba bien. Me dedicaba más a jugar al baloncesto y a mi nueva pasión, el MTB, dedicándole bastantes horas, las que le arañaba a estudiar  y la moto grande la veía como algo lejano, pero siempre tenía el gusanillo de irme por ahí de ruta.


Yamaha SR 250 “Special”


Con la ayuda de mis padres, el dinero que tenía ahorrado –vendimias, trabajos ocasionales, etc.- me compré mi primera moto.  Tras leer la comparativa en la Revista Solo Moto 30 entre la Yamaha SR 250 Special y la Suzuki VN 250, me decanté por la Yamaha, algo más grande de tamaño y más cómoda. En el pueblo, Juan “Cubano” tenía un taller para motos, motosierras y maquinaria agrícola y me consiguió la moto. Era preciosa, de color negro, cómoda, con un asiento ancho y que imitaba el de las motos de Milwaukee, era todo lo que yo necesitaba para emular a Henry Fonda y dedicarme a recorrer carreteras por España. La equipé al cabo de los años, con pantalla, alforjas –de lona, nada de cuero- respaldo y unas estriberas adelantadas que no eran sino un manillar viejo de bicicleta. Mis primeros Pingüinos –en 1994-, primeros viajes con tienda de campaña y saco de dormir, las salidas por Cuenca, Guadalajara, Soria y Segovia. Los paseos hasta Alcorcón para ver a mí entonces “novieta” eran habituales. 


No he comentado que al poco de comprar la moto, tuve un problemilla con la junta de la culata y Juan, el mecánico del pueblo, no se entendía bien con la garantía de la marca y fue algo jaleoso, así que me busqué otro taller cerca. Pocos días antes había ido a Arganda del Rey a la “Peña Ciclista Arganda” para tramitar mi licencia como corredor de MTB, pensaba competir por libre, para probar y casualmente los que competían en ciclismo de montaña en arganda eran un club ciclista organizado desde el taller de Motos Haro, así conocí a mis ahora buenos amigos Paco, Pepe, Juan y entonces Ángel Luis. Al regentar un taller mecánico con buena fama, les pedí que me llevaran ellos la moto y se ocuparon de la garantía de la junta y de todo lo demás. Desde aquél año, ningún taller salvo el suyo ha tocado nunca mis motos, y ya ha llovido desde entonces.


La moto fue acumulando kilómetros sin apenas enterarme y con muy pocas incidencias –que las hubo, claro- y se me quedaba corta. Para ir y venir a Madrid la moto daba lo que podía –que no era mucho- y necesitaba algo más potente, el descubrir la versatilidad de las trail era el paso siguiente.


Honda XL 600V Transalp


No sé por qué, yo que soy más de campo que las amapolas, las primeras candidatas no fueron ni mucho menos camperas. Aparte de la Kawasaki Vulcan, que era barata y no estaba del todo mal, una de mis candidatas al principio era la Xj 600 Diversion que había salido renovada ese año, leí sobre ella en revistas, me acerqué a la tienda de Motos Cano, en la calle Princesa de Madrid, tienda decana en el motociclismo madrileño, para verla en directo y me pareció algo pequeña. Además, me gustaban las motos más grandes, más ruteras. En el taller de Paco, un cliente les había dejado una Transalp 600 de  1992 en bastante buen estado, me dejó probarla y volví encantado. Comparado con la Special era otro mundo. Me pareció una moto alta, grandota y rutera, justo lo que buscaba. Me decidí al instante.


Con la Honda Transalp el abanico de viajes y excursiones se amplió bastante, comenzaron así los viajes “largos” y de más de dos-tres días como habían sido hasta entonces con la Special. Incluso algún viaje que otro con mi entonces pareja, a la que no le gustaban demasiado las motos. Es una parte de mi vida motera que fue algo compleja, por un lado yo estaba deseando viajar con la moto y por otro mi entonces pareja no era nada, pero nada motera. Siempre he tratado de buscar una moto rutera, cómoda y buena dentro de mis posibilidades, pero no sirvió de mucho para que ella viajara conmigo. Pero bueno, como es parte “paralela” a la historia que importa en este cuento que es la de mis motos, sólo la trataré de refilón.

El caso es que mi Transalp, en color verde, con sus llantas de radios y aros dorados, me permitió viajar cómodamente y meterla por campo al mismo tiempo. El tener días libres entre semana –entonces trabajaba con turnos de rotación semanal- me permitía hacerme escapadas para visitar sitios cuando apenas había jaleo. 

Así visité Asturias, Cantabria, toda Castilla y león, gran parte de Castilla –La Mancha, ir con más comodidad a Pingüinos, etc. Al mismo tiempo, ampliaba mis excursiones por el campo como la pobre –y noble- Derbi no pudo jamás hacer; pistas y mañanas enteras sin tocar apenas asfalto comenzaron a ser habituales en mis salidas entre semana. Al vivir –entonces- a caballo entre Madrid, Guadalajara y Cuenca, tenía mucho terreno para recorrer por caminos sin que la GC se dignara en ir a por mí, además siempre he respetado los caminos, nunca he hecho campo a través y con cuidado al encontrarme con gente o ganado. Una gozada.


Además, en aquéllos años tuve la suerte de conocer a un buen tipo, comercial de una empresa de productos de regalo, de la que mi madre era cliente en su tienda; Antonio Perinha. Un aficionado al ciclismo –aficionado de verdad- que sin tener ni idea de montar en moto, aunque sí con el carnet de conducir correspondiente, se compró una Africa Twin, pidió a los de la tienda que se la llevaran a su casa, y tras rodar un poco por el aparcamiento de su edificio, se largó a Portugal con otro inconsciente, su buen amigo Valentín, y ambos se engancharon al mundo de la moto, Antonio de piloto y Valentín de pasajero. El cuarto de la pandilla lo forma Ángel un toledano que es mejor persona que ciclista y es uno de los mejores ciclistas que he conocido –y éste sí, a base de pasta y arroz- y comenzaron las salidas invernales por Gredos, Montes de Toledo, y nuestro pequeño viaje anual por España y también algo por el extrarradio, el viaje a Portugal en el 92 fue memorable.



BMW K 1100 RS.


Pero seguía la búsqueda de una moto cómoda y rutera y esta búsqueda pasaba, como no, por BMW, la marca paradigma de los viajes y la aventura. Buscaba algo cómodo, a ver si mi chica se animaba a viajar conmigo, y encontré una preciosa –la moto más bonita que he tenido y una de las más que se han fabricado- K 1100 RS, de color azul y asiento blanco –sí, blanco, a mí también me chocó al verlo-. Sinceramente, buscaba una K  1100 LT, mejor rutera y más cómoda, pero estaban escasas y caras, es decir complicado con mi sueldo más la hipoteca, así que tras probar la RS me decidí por ella. Estaba muy bien cuidada y me la dejaban equipada a tope. 

Qué moto, qué elegancia, cómo atraía las miradas de la gente en los semáforos –nunca me había pasado hasta entonces- qué aplomo, qué color, qué de equipamiento,  cómo andaba la señora. Aquí abandoné el campo, pero descubrí el mundo de las trazadas en curvas, el poder dar gas y que la moto te dé más y más y más, el echar gasolina, llenar las maletas –muy prácticas e integradas en la moto- y sólo decidir el destino. Una delicia de moto. 


Sólo encontré dos pegas; primera, al ser una sport-turismo el pasajero – de por sí reacio a la moto- no iba del todo cómodo, y que por una vieja lesión en mi muñeca izquierda, la postura me “mataba” cuando llevaba una hora conduciendo, llegando a dormírseme la mano por mala circulación. Tal fue que al final tuve que acabar mi relación con ella, y de verdad que si en ese momento hubiera tenido dinero, se hubiera quedado en casa. Si me pasa hoy, os aseguro que esa moto no se hubiera ido de mi garaje, no señor.

Pero bueno, se la vendí a Carlos, un tipo entrañable de Guadalajara, ya mayor y que quería una moto para salir con los amigos. Yo pensé que se estaba comprando demasiado caballo, pero desde luego, me da que cuidarla iba a cuidarla bien.





BMW F650 Funduro


Tras el “fiasco” de una moto de carretera, estaba claro que mi deriva motera me llevaba hacia las motos trail: motoscómodas, manillares anchos, aptitudes ruteras y camperas, etc. Cuando vendí la RS,  Paco mi mecánico vendía su GS 650, estaba algo “tuneada” en dakariana, pero no me importaba, tenía la garantía de ser la moto de un buen mecánico y que estaba muy bien cuidada. Además, alguna vez me la había dejado probar y me pareció una buena moto. Imagino que pensaréis que pasar de una 4 en línea con 100CV a un monocilíndrico de unos 37 CV es todo un cambio, pero lo cierto es que enseguida me hice a la moto, a su ronroneo, su comodidad, su escaso consumo, su poco peso, etc. Para los viajes que iba a hacer, me servía y me bastaba, así que encantado con la moto. 


Poco a poco me iba haciendo a ella igual que ella se hacía a mí, la pobre tras una temporada sirviendo a Paco para bajar desde su casa al taller y vuelta y algún recado por los alrededores de Campo Real, cae en mis manos que soy –ya menos- un culo inquieto. Vamos, que la moto apenas paró un instante. 
Tenía morriña del campo, echaba de menos marchar sólo por el monte, tranquilo y ver campo y poca carretera. Me empeñé en ponerle neumáticos de campo, algo lógico, pero en aquéllos años no era sencillo encontrar sobre todo para la rueda delantera de 19 pulgadas, así que pusimos uno que era para –teóricamente- una moto más ligera y a ver qué tal. 

¿Qué tal? Pues una gozada, no he disfrutado después tanto por el campo con una moto como aquél invierno, una auténtica delicia. Salía temprano por las mañanas, con el rocío helado en los olivos, las roderas crujiendo al paso de la moto, el silencio del campo yermo y la ausencia de gente. Nos caímos unas cuantas veces, pero en campo es algo normal. Volvíamos a casa, cansados, sucios y con algún que otro arañazo, pero felices como sólo pueden estar unos gorrinos en un maizal. Me encantaba. Pero claro, lo que tenía que pasar pasó y tanto va el cántaro a la fuente que al final, “zasca”: una bajada con hierba húmeda, un pedrusco de sílex sobresaliendo de la tierra pero tapado por la hierba, esa rueda delantera que pierde tracción y patina y esa moto –con motero incluido- que se va al suelo tan rápido que no da tiempo a soltar el manillar, ése golpe con el hombro derecho, ése crujido característico y en una décima de segundo, estábamos los dos en el suelo y mi hombro girando algo “loco”.


Ya lo contaré en otra ocasión más por lo menudo, pero clavícula rota, confirmada por los médicos, rescate digno del Dakar, esos tres meses de reposo “obligado”, ese miedo de nuevo a montar en moto. Incluso cuando volví a montar en la bici de montaña notaba que no era el mismo, las bajadas que anteriormente hacía rápido y desniveles que salvaba de un salto, me paraba porque me daban miedo, me bloqueaba, no me sentía seguro sobre la bici –tardé poco en venderla y pasarme a la de carretera-. Había cogido peso, estaba menos ágil, bueno un pequeño desastre. Así que con todo el dolor de mi corazón, me decanté por cambiar de moto, cuando apenas había disfrutado de la pequeña germana.


Honda XL 1000 V Varadero. La “carburada”.


Mi escaso presupuesto me volvía a la senda de las motos de segunda mano, la moto se la dejé a Paco mi mecánico y buscamos una solución. Al final, se la quedó él, ya que tenía un cliente que estaría encantado porque estaba buscando algo similar. De hecho, la moto la sigo viendo en el taller –ya suma unos buenos miles de kilómetros- y la he visto alguna que otra vez en marcha. Casualidades de la vida, un chaval de Morata de Tajuña ha dejado una Varadero 1000 en el taller porque se ha marchado a dar la vuelta al mundo –y el tío raro no se lleva la moto- y necesitaba efectivo para el viaje, así que dejó la moto allí a ver si Paco conseguía venderla. Había visto alguna y me había llamado la atención y tras leer pruebas y comentarios de algunos conocidos, me pareció una moto rutera, cómoda y con dos duros muy válida para todo uso, por lo visto la penalizaban el consumo –carburadores- y el peso. La probé y me encantó: grandota, cómoda, muy bien de precio y de un color bastante bonito. Adjudicada.
 
 


Fue la primera de mis motos en pasar de Francia, las anteriores habían recorrido el sur de Francia y los Pirineos pero no habían pasado de allí, con ésta moto, cualquier excusa para viajar era buena.

La moto tenía una buena base pero le faltaba algo de equipamiento, noté inmediatamente que la horquilla era excesivamente blanda –y desde el minuto uno eché de menos una sexta marcha-, que la cúpula se quedaba algo corta y pedía un juego de maletas más que otra cosa. Así que me puse manos a la obra y la equipé como me gustaba: defensas laterales, maletas, cúpula elevada y muelles más fuertes en la horquilla delantera. La convertí en una buena moto para viajar.


Y eso hice: viajar. Dos veces a Francia, una a Los Alpes, Pirineos, Portugal y gran parte de España. Una muy buena moto, que sólo me dio un problema, aunque fue demasiado recurrente ya que me dejó “tirado” en dos ocasiones: fallaba la bomba de la gasolina o el relé de la misma. Me falló una vez yendo a trabajar, en la incorporación a la M-40 desde la A-3 en Madrid y otra en unas vacaciones  en Gerona. Se cambió el relé y la bomba en Honda Figueres –se portaron realmente bien- y pude seguir viaje sin problema.


La moto hizo campo, viajes, excursiones, me llevó a trabajar a diario, como el resto de mis motos –con lluvia, nieve, frío o calor- y se portó siempre bastante bien. 

Pero a finales del año 2005 necesitaba un cambio, en lo personal, lo laboral y también de moto, que ya estaba algo mayor mi “Vara” de carburadores. Con 120.000 km. se quedó en el taller de Paco mientras yo le encargaba la segunda moto nueva –y última por ahora- que me compraba en mi vida: una preciosa Honda XL 1000 V Varadero de color azul.


Honda XL 1000 V PGM-Fi "Charo".


Recuerdo exactamente el día, el 17 de diciembre de 2005, me llama Paco para comentarme que les llegó ayer la moto y que hoy la montaban y que podía pasar a recogerla. No tardé ni cero coma en acercarme al taller a ver “nacer” a mi moto. La tenían en una plataforma, sin pantalla ni asiento porque estaban a punto de conectarle la batería. 


Se la ve bonita, con un precioso color azul y hasta que no le ponga los enganches para las maletas ni las defensas, está “virgen” por así decirlo, se la ve incluso vulnerable. Es una moto bastante grande y me recuerda en algunas cosas a mi “vieja” carburada, pero cambia en muchísimas más. Tras echar gasolina, darme los últimos consejos me la llevo haciendo el rodaje –que respetaré escrupulosamente- hasta casa para que la vea la familia. Es una sensación curiosa, el olor a parafina que se quema por el calor del motor, el olor a nuevo que desprende, me encanta. Para mi es algo novedoso, siempre había comprado motos –menos mi Special- que otros habían tenido antes y ya eran más vehículos que otra cosa. Esta moto era mía desde el principio y nos íbamos a conocer muy bien. Ya lo creo.


Es la moto que más y mejor he disfrutado, tiene ya siete años, camino de ocho, cumple esta semana 184.000 km. Y no me ha dado ningún, pero ningún problema, Es una moto noble, cómoda,  bonita, agradable de conducir, suave de mandos, segura, alta, veloz cuando quieres y tranquila si las dejas estar, poco “gastona” y por encima de todo muy fiable. 
Hemos viajado con ella por una buena parte de Europa, los puertos del Sistema Central los puede enumerar de memoria, me ha servido día tras día para ir al trabajo, para hacer recados por mi ciudad, para salir con los amigos, conducir por zonas de curvas muy ligera, hemos emulado a los mitos del Tour de Francia y del Giro, hemos conducido por campo junto a pilotos del Dakar –salvando las distancias, claro- hemos hecho caminos polvorientos y embarrados, hemos rodado con calor abrasador y con nieve y siempre ha arrancado a la primera y nunca ha hecho nada extraño.


Y lo más importante, a mi mujer, Almu,  le encanta, se siente cómoda con ella, hemos hecho 900 km. en algún viaje en un día y ha terminado con ganas de más, y le parece una moto muy bonita. Alguna vez que otra me ha pillado mirando de reojo a alguna GS Adventure o a alguna KTM 990 y me lo ha echado en cara. 


El mantenimiento ha sido el necesario, pero para llevar 184.000 km. no ha sido nada exagerado, consumibles, aceite, etc. lo normal vamos. A los 70.000 km. gripó el amortiguador trasero y se cambió, en todos estos kilómetros sólo ha necesitado dos reglajes de válvulas y se la han cambiado los muelles y los discos del embrague a los 170.000, poco más. Ahora se le nota que gasta algo de aceite y el motor vibra algo más –mayores tolerancias- pero sigue funcionando como un reloj y me sigue gustando conducirla.

Un amigo tiene una moto similar y ya lleva con ella 275.000 km. lo que me hace ser optimista en cuanto a la duración y aguante de la mía, por eso por ahora no pienso cambiarla, y si algún día me planteo hacerlo, intentaré que se quede en casa. Al igual que he podido recuperar la Montesa de mi padre, no me gustaría mucho tener que deshacerme de la moto con la que he conocido -¿recuerdas aquélla escapada a ver a Quique, Almu?- y he viajado con mi mujer y me gustaría que se quede con nosotros, aunque la utilice menos y tengamos otra moto en el aparcamiento -¿un maxi-scooter?-, esta moto aunque sea un conjunto de metales, polímeros y electrónica, es algo más para mí. Es la moto con la que conocí a mi mujer, y me costaría mucho reemplazarla por otra moto.




Y estoy seguro de que alguno de los que leéis esto, lo entendéis.


Nos vemos en la carretera.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De todas ellas, Santi, sólo he conocido la Special. Pero doy fe de que era preciosa.

Muy bonitas todas tus motos, y también la historia que hay detrás de ellas.

santimartinez dijo...

Muchas gracias "Arqueólogo", anda que no ha llovido desde la excavación en San Fernando de Henares, ¿eh?
Un abrazo y gracias por tu comentario